MARCO EL ROMANO

MARCO EL ROMANO

Author:Mika Waltari
Language: es
Format: mobi
Published: 2008-10-03T22:00:00+00:00


Octava carta

Marco a Tulia

Aquella sencilla alegría continuaba palpitando en mí. Probablemente era producida por la sensación de haber conseguido la liberación, ya que ahora no sentía la necesidad de torturarme con pensamientos inútiles ni me inspiraba envidia la posibilidad de que a alguien le sucediera algo que me excluyera a mí.

Cuando acabé de escribir esto, me fui a pasear de nuevo por las calles de Jerusalén y contemplé a los que trabajaban el cobre, a los tejedores y a los alfareros. Me hice servir de un guía que me enseñara el palacio de los asmoneos, y subí al que había construido Herodes y también a una torre muy antigua, habitada en la actualidad por murciélagos. Pasé un rato en el atrio delantero del templo y en el foro. Así mismo, salí fuera de las murallas para contemplar Jerusalén desde las laderas de las montañas. Todo continúa en la ciudad como si nada hubiera sucedido. Creo que la mayor parte de sus habitantes han olvidado al final a Jesús de Nazaret y su terrible muerte y ya no soportan que se les hable de Él.

Estoy cansado de esta ciudad cuyas costumbres considero extrañas y no encuentro nada de particular en su templo, que goza de una fama tan extraordinaria. A poco que se reflexione, uno nota que todas las grandes ciudades son iguales. Tan sólo las costumbres de sus habitantes varían. Los templos famosos son todos idénticos, aunque difieran los sacrificios y la manera de venerar los pueblos a sus dioses. Es característico recoger dinero por distintos procedimientos. Si bien los judíos venden en el patio delantero de su templo frases sagradas de sus Escrituras grabadas artísticamente en tiras de cuero que se colocan en el brazo o en la frente, en mi opinión esta costumbre no se diferencia gran cosa de la venta de estatuas de Artemisa en miniatura o de los talismanes de Éfeso.

Al atardecer del segundo día, cuando regresaba a casa por el callejón, cada vez más oscuro, el sirio Carantes me vio desde lejos y se apresuró a salir a mi encuentro como si estuviera esperándome. Con una sonrisa astuta se frotó las manos y explicó:

—Han preguntado por ti y esperan tu llegada.

Me sentí alegremente sorprendido y pregunté con curiosidad:

—¿Quién me espera? No tengo amigos en la ciudad. ¿Por qué te muestras tan misterioso?

Carantes no pudo contenerse más, dejó escapar una carcajada y exclamó:

—¡Ah! ¡Qué contento me siento al ver que te has curado por completo y que vives como una persona! No pregunto por tus idas y venidas, pero para evitar las habladurías la he escondido en tu cuarto. Allí se ha sentado muy recatadamente en el suelo y se ha tapado los pies con el manto. Habrías podido encontrar una mejor, pero cada cual tiene sus gustos.

Ésta no está mal. Por lo menos posee unos ojos bonitos.

De sus insinuaciones deduje que me estaba esperando una mujer, aunque no podía imaginar quién era. Subí corriendo a mi habitación pero no la reconocí, aunque cuando yo entré, ella se descubrió humildemente el rostro y me miró con expresión de familiaridad.



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